viernes, 2 de noviembre de 2012

Nahual. {Tokio Hotel}

Pairing: Bill/Tom, Georg/Gustav
Categoría: slash, hetero
Género: drama, romance, angst, humor
Rating: T
Advertencias: AU, gender swap, muerte de personaje
Resumen: Sólo buscaba esa oportunidad que siempre se empeñaban en quitarle. Porque estaba maldito, pero incluso los condenados tenían derecho a aspirar a las restricciones si era la única forma de llegar a la felicidad.
Notas: Escrito para uno de los retos del grupo de Autores de Fanfics. Tiene un poco de contenido hetero en la pareja secundaria y por eso el Gender swap. La pareja principal es slash. Lo de "Muerte de personaje" es casi no-literal, por eso la comilla. Espero que les guste.




Tenía la cabeza pequeña; en general su cuerpo era diminuto, pero era curioso para él cómo la cabeza lucía aún más pequeña debido a la gran mata de pelo que sobresalía por encima de sus ojos, un poco más oscura que el resto del pelo de su cuerpo. Era todo de un tono rubio opaco, excepto esa mata en la parte de arriba de la cabeza; una mata pequeña pero demasiado evidente, por eso había reparado en él, además de que, para ser un roedor se movía con una lentitud casi insultante.
Estaba parado justo frente a él, en el piso, frente a la televisión, mirando a todas partes sin denotar siquiera un poco del nerviosismo característico de los roedores; caminaba despacio en sus cuatro patitas y olfateaba aquí y allá por momentos, como buscando por algo con un descaro increíble; un descaro enorme para ser un animal tan pequeño. Realmente pequeño. Calculaba que no debía medir más de quince centímetros.
Tom saltó de la silla y se acercó al roedor que le había distraído de la caricatura que veía en aquel momento; se acomodó la ropa, se echó las rastas con las que había estado jugando hacía atrás y se inclinó cautelosamente hasta llegar a la altura del animal que no parecía haberse percatado de su presencia, o bien como si no le importara.

—Vamos, hombre; eres una rata en la sala, a mamá no le va a gustar nada si te ve paseando cerca de su comedor. O te decides a irte o tendré que sacarte yo y preferiría no tener que tocarte, aunque no parece que tengas rabia o algo… —Tom tenía once años y, aunque sabía que el roedor no lo estaba comprendiendo eso no le impedía intentar razonar con él. Quien sabe, quizá y lo escuchaba.
Y con aquello en mente el animal se giró y lo encaró, mirándole fijamente como si hubiera entendido que le estaba hablando a él. Su enorme cola serpenteó en un movimiento rápido y antes de que pudiera predecir el siguiente movimiento, se arrojó sobre Tom en un salto decidido y se enganchó a su playera.
—¡AH! ¡MAMÁ! ¡Mamá, mamá, mamá, mamá! ¡Maaaaaaaaaaaaaaamá! ¡Mamá, tengo un ratón en la camiseta! —Tom salió disparado hacia la habitación de su madre, tropezando con su hermana en el camino, que lo miró como si estuviera demente y lo sujetó por las rastas antes de que pudiera continuar con su carrera.

—¡Hey, mariquita!

—¡Quítate Agus, tengo un maldito ratón pegado a la playera!

—Haber, Tom… cálmate, es sólo un pequeño ratón. Yo incluso creo que se ha asustado más él que tú, ¡mira, ya ni siquiera se mueve el pobre!

—¿¡Se murió!? ¡Dime que no se murió!

—¿Ahora te vas a poner a llorar porque se murió? —Tom tenía los ojos cerrados y las manos en alto, intentando no mirar al animal que permanecía inmóvil en su ropa, como un prendedor —No está muerto pero sí que lo has asustado… —Agus lo sujetó por el lomo e intentó desprenderlo de su lugar, colocándolo sobre la palma de su mano una vez que lo hubo logrado —¿Ves?, ya está, aquí lo tienes.

El animal se cubría la cara con las patas delanteras, encogiendo su cuerpo aún más, luciendo como una diminuta bola de pelo amarillo; Tom sonrió al verlo y acercó el pulgar a su cabeza lentamente para tocarlo, el tacto era suave y el animal se relajó de inmediato, librando sus ojos de la oscuridad con la que intentaba protegerse del pánico del niño. —Oh, es tan lindo… ¿Crees que mamá me deje quedármelo?

—¡Por Dios, Tom, hace menos de cinco segundos estabas gritando para deshacerte de él!

—¡Mentira! Sólo quería quitarlo de mi ropa, no sabía si tenía rabia o algo…

—Ya, claro… ¿Dónde lo piensas poner si te lo quedas?

—No sé… ¿Con Bonifacio?

—Tom, ¿eres consciente que los agujeros de la jaula de Bonifacio son el doble del tamaño de este animal? —Tom se sonrojó y frunció el ceño. Por supuesto que lo sabía, pero Bonifacio era también un roedor, así que supuso que podría cuidar de su ratón aunque él fuera un conejo.

—¿Entonces dónde lo meto?

—Y yo que sé, en una caja de aluminio con un pedazo de galleta.

—¿De aluminio?

—Sí, Tom, si lo pones en una caja de cartón se la va a comer y no creo que a mamá le haga gracia tener un ratón rondando por la casa.

—Una caja de aluminio con un pedazo de galleta… —recitaba mientras se alejaba de su hermana con el pequeño ser entre sus manos, haciendo un cuenco con estas para poder sostenerlo con propiedad. El animal no se movía, tampoco intentaba morderlo, simplemente se dejaba llevar como si todo lo que estuviera pasando a su alrededor le importara muy poco y las pequeñas manos del niño (que para su cuerpo le quedaban bastante amplias) fueran lo más cómodo y seguro del mundo por el momento.

Octubre tenía las lunas más bonitas de todo el año, según el criterio de Tom; Agus le había dicho que así era y Tom había decidido que sí. Por eso salía al patio a alimentar a su conejo por las noches, para poder ver la luna; para esa hora, Bonifacio, con toda su castaña humanidad y sus verdes y perplejos ojos, ya había regresado a su jaula. Lo soltaban durante el día y pasaba de quedarse en cualquier lugar en el que lo vieran, pero siempre regresaba por la noche, y cuando Tom llegaba con su comida, él ya estaba ahí, echado en el fondo de la jaula y esperando por ser alimentado (aunque en realidad parecía comer más por obligación que por hambre). Bonifacio se había unido a la familia un año y medio atrás.
Aquella noche salió con Micky y lo colocó sobre el suelo mientras abría la bolsa de comida de su mascota; había descubierto que no importaba cuánta libertad le diera a su nuevo compañero, el roedor no parecía tener la intención de separarse de su lado, así que lo dejaba caminar con libertad a su alrededor; sin embargo, tuvo que cogerlo y alejarlo del suelo cuando su conejo lo vio e intentó írsele encima con toda la intención de atacarlo.

—¡Hey! ¿Qué rayos te pasa? Si no te estás tranquilo te dejaré sin cena hoy —a su conejo poco pareció importarle e intentó trepar por su pierna, enterrándole las garras en el pantalón durante el proceso. Tom gritó llamando a su hermana, y como si aquello fueran palabras mágicas para ambas criaturas, Bonifacio regresó a su jaula y el ratón se quedó quieto sobre el hombro de Tom.
Para cuando Agus acudió, Tom ya regresaba, completamente indignado.

La mañana siguiente, el novio de Agus llegó más temprano de lo usual y se estuvo con ellos durante toda la tarde hasta la cena. Georg era un sujeto agradable, un año mayor que Agus y al que había conocido un día saliendo de la escuela; de que empezaran a salir hacía ya un mes para cumplir el año y Tom seguía sintiendo celos de la forma en la que uno hacía sonreír al otro cada vez que se veían. La forma en la que Agus se podía pasar toda la tarde peinando a Georg entre conversaciones absurdas, risas todo el tiempo y un par de golpes; porque el cabello de Georg era impresionante, pero Tom estaba seguro de que no era esa la razón por la que a Agus le gustaba tenerlo sentado en el piso, en medio de sus piernas y haciendo diferentes tipos de trenzas.
Tom era pequeño, pero podía darse cuenta de ciertas cosas, como que ese calor agradable que le causaba estremecimiento y le hacía sentir ganas de llorar a pesar de no estar triste, que se instalaba en su pecho cada vez que miraba a su hermana en compañía de aquel hombre, era probablemente más intenso en ellos dos cada vez que se tenían cerca, y que eso seguramente era lo que las personas llamaban “amor”. A Tom le gustaba esa sensación; por eso, y a pesar de los celos, sonreía como un niño pequeño cada vez que Georg llegaba a su casa a pasar la tarde con su hermana.

Siendo octubre, aquella tarde Georg le preguntó a Tom de que se disfrazaría en noche de brujas cuando se lo encontró en la cocina haciendo un paquete de palomitas.

—Pues no lo sé todavía.

—¿Por qué no te disfrazas de algún animal?

—¿Un animal? ¿Cómo qué animal?

—Como un gato. Serías terriblemente lindo vestido de gato. —Tom se sonrojó porque, a diferencia de otras ocasiones, Georg no parecía estar riéndose de él al respecto, sino que lo decía como una opción real; pero entonces recordó algo que le hizo negarse a la idea de semejante disfraz.

—No, no podría disfrazarme de gato, sería muy feo.

—¿Feo? ¿Por qué sería feo que te disfrazaras de gato?

—Porque, ¿qué haría con Micky? Él es un ratón, no le gustaría verme vestido de gato. Tampoco creo que a Bonifacio le gustaría mucho…

Georg arrugó las cejas y frunció los labios. —No creo que a tu conejo le importe demasiado, y quizá tu ratón merezca llevarse un buen susto. —Tom no entendió de qué hablaba cuando decidió desaparecer de la cocina sin decir nada más, pero la incógnita del disfraz se le quedó pegada a la cabeza. “Quizá de pirata”, pensó, así Micky podría ser su perico, con esa manía que tenía de pasearse sobre su hombro.

Pero una semana antes de la fecha, Tom decidió que el único disfraz perfecto y simple era el de vagabundo.

El martes se acostó a dormir temprano, por alguna razón se sentía cansado, como si su cuerpo se encontrara demasiado relajado. Se fue a la cama y colocó a Micky en su caja, la que dejaba siempre sobre el tocador y antes de que pudiera ser siquiera consciente de que había colocado la cabeza sobre la almohada, ya se había dormido.
Fue cuando el reloj marcaba las tres y cuarto que el cuerpo de Tom reaccionó y sus ojos se abrieron, perturbados por una luz intensa y azul que se colaba entre las cortinas de su ventana. Las recorrió un poco, sólo lo suficiente como para tener acceso a una visión completa del patio trasero de su casa.
Ahí, en medio de todo y bajo la luz de la luna creciente, un hombre rubio con barba castaña, la ropa cubierta con cadenas y colguijes, botas grandes, marcas por todo el cuerpo, murmuraba en voz baja y continua palabras que Tom no alcanza a distinguir y le parecían balbuceos incoherentes.
Alzaba las manos hacia el cielo. Era él quien irradiaba aquella luz cegadora que había despertado a Tom que, sin entender por qué se había quedado petrificado, absorto mirando a aquel hombre que le parecía perturbadoramente familiar.
Entonces, un simple parpadeo bastó para que Tom dejara de encontrarse entre las colchas de su cama para hallarse en el frío suelo del patio, en el centro de un pentagrama luminoso. Sus ojos se abrieron cuán grandes no sabía que eran cuando tuvo el rostro de aquel hombre a un palmo de distancia de su cara.

—Eres realmente un niño encantador, Tom. —el aludido soltó un chillido de respuesta y se cubrió con ambas manos, encogiendo el cuerpo todo cuanto pudo sobre sí mismo. Así, con los ojos cerrados, la luz comenzó a volverse oscura, como brea en el viento, robando todo resquicio de luminosidad y haciendo a Tom entrar en pánico, una angustia abrumadora se apoderó de su cuerpo y las lágrimas comenzaron a brotar antes de que pudiera juntar el valor o dejar de lado el sentido común lo suficiente como para regresar la vista a donde el hombre estaba.
Una columna inmensa de obsidiana se encontró entonces en el lugar del hombre. Una siniestra columna de obsidiana brillante con forma humana, distorsionada por facciones de ratón. Aterrado y con un nudo en la garganta que le impedía gritar, que era lo que más ansiaba hacer en aquel momento, Tom sólo pudo continuar llorando cuando sintió al gigante acercarse a él y enredarle el cuerpo con la cola, aquella sólida e inmensa cola de rata que le sobresalía de la parte posterior. Una sombra emergió desde atrás entonces y Tom lloró más desconsoladamente aún al darse cuenta que una segunda columna oscura se alzaba ahí, donde él no podía verla.
Cuando estaba seguro de que sería aplastado o devorado por alguna de aquellas criaturas semi humanas que le parecían deformes en toda la extensión de la palabra, Tom pudo sentir las suaves patas de su conejo posarse sobre sus hombros, y no entendió cómo, cuándo o por qué, pero Bonifacio se había salido de su jaula y él estaba convencido de que aquel ser detrás suyo era la mascota que tenía viviendo en su casa desde hace más de un año; no supo entonces si debía aterrarse más o sentirse aliviado, pero no pudo hacer otra cosa que desconcertarse cuando fue la voz de Georg la que le llegó a los oídos como un suspiro de alegría.

—¡Tom! ¿¡Qué demonios es lo que quieres con Tom, Bill!?

¿Bill? Tom quiso girar la cabeza para mirar a Georg, pero las patas oscuras y suaves sobre sus hombros se lo impidieron definitivamente. No quería que lo mirara.

—Dime, ¿qué fue lo que viniste tú buscando cuando terminaste en esta casa, nahual del conejo? No pretendas sólo porque a ti se te permite mostrarte con tu forma humana, ¡no culpes a los malditos, yo no cometí el crimen por el que se me ha juzgado! Sólo… sólo quiero a mi hermano de regreso, ¿es eso mucho pedir? —Tom podía sentir cada gramo de melancolía en aquel cuerpo que antes le pareciera una deformidad lejos de ser humana. No entendía nada, pero era capaz de saber que aquello, fuera lo que fuera, estaba sufriendo; entonces, tuvo la certeza de que era él, un niño de once años, el único ser vivo que podría ayudarlo.

Tom se puso de pie, intentando tragarse todo su temor.

—¡Tom, no! —le habló la voz a su espalda, pero Tom decidió que sí, porque sabía que aquel ser al que la voz de Georg había llamado como Bill, estaba esperando por él. Esperando por él de algún modo desde hace demasiado tiempo. Entonces Bill volvió a su forma completamente humana.

—Bill… —le dijo, intentando que la voz le dejara de temblar, después de haber limpiado algunas de sus lágrimas —Bill, no sé quién eres, Bill. No sé quién eres y tú… tú en verdad me das mucho miedo. No sé quién eres y estoy seguro de que has estado viviendo en una caja de aluminio al lado de mi cama, sobre mi tocador, desde hace varias semanas y quiero saber por qué, Bill.

Bill pudo sentir su corazón romperse un poco más al escuchar aquello de los labios de Tom: “no sé quién eres”, porque había tenido la seguridad de que no importando cómo, Tom jamás se olvidaría de él; pero sabía que debía culpar a las acciones erróneas de su anterior existencia, no a él. No se podía perdonar a sí mismo tampoco, porque se encontraba ahora ahí, siguiendo a lo que quedaba de lo que fuera su hermano en la vida pasada, aquella en la que murió de la forma más absurda, devorado por una serpiente cuando corrían, pequeños como eran, por el campo. Como haciendo pagar a Bill aquel karma que debería cargar por todo el resto de sus existencias. Y, cuando al final de los tiempos se fundieran con el todo, sabía que entonces aún llevaría cargando el peso de aquel amor erróneo. Porque estaba ahí ahora, porque había ido tras Tom a pesar de que sabía que la única forma de ser perdonado por el cosmos era parar de seguir aquella maldición que los separaba pero les permitía seguir juntos.

Se abrazó a aquel niño, porque supo que era lo único que podía hacer entonces. —…Sólo, déjame quedarme contigo, por favor. Sólo déjame tener la oportunidad de verte morir de nuevo pero esta vez llevándome contigo.

Tom tenía once años y no podía entender de qué era que aquel hombre estaba hablando, únicamente podía entender que si decía que no, se arrepentiría por el resto de esa vida que no sabía cómo terminaría. —¿Me prometes que me contarás algún día?

—Te lo prometo.

—Entonces sí, puedes quedarte. Si no te molesta vivir en una caja de aluminio comiendo galletas.

Bill rió, y lloró; lloró como si tuviera él once años también, abrazado al cuerpo de aquel niño que desprendía cada gramo de la esencia de su hermano. Entonces se convirtió de nuevo en un roedor y se acurrucó sobre el hombro de Tom en el que vivía durante el día. Las intensas luces desaparecieron y Tom quedó iluminado por los resquicios de la luna. Su mascota estaba de nuevo dentro de su jaula.

Cuando Georg llegó por su hermana cerca de las dos de la tarde del día siguiente, Tom pudo notar la preocupación en su mirada, pero éste le sonrió sinceramente, casi con sabor a burla y bastó un gesto de desinterés para hacerle entender que no tenía pensado decir absolutamente nada.

Cuando la noche de brujas llegó, Tom se disfrazó definitivamente de vagabundo, bajo la luz de la luna y con Bill al hombro tuvo la extraña convicción de que esta oportunidad no la desperdiciaría, no importaba cuán maldito estuviera. 

2 comentarios: