lunes, 29 de octubre de 2012

Freiheit. VIII {Tokio Hotel}

Pairing: Bill/Tom
Categoría: slash
Género: angst, romance
Rating: T
Advertencias: travestismo, AU, chan, violencia, prostitución
Resumen: Libertad era su nombre cuando Tom le conoció.
Lucía tacones altos y sofisticados, el cabello largo y negro, suelto, enmarcando sus finas facciones. Aquellos ojos oscuros delineados y recubiertos por pestañas abundantes; una falda corta y una chaqueta de cuero. Sus labios rojos, su maquillaje intenso y el esmalte de uñas gris.
Su verdadero nombre era Bill; y le conoció una noche mientras transitaba por el parque del centro. Le coqueteaba con descaro, le contoneaba su respingado trasero, y le cobraba quinientos billetes.
Era prostituta...
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII





Ayer vi un colibrí en mi ventana.

Entonces me di cuenta de lo enjaulado que estoy. Miré hacia abajo y había personas caminando en todas direcciones, el sol permanecía alto a lo lejos y todo era tan caliente que asfixiaba; una ráfaga de aire me sacudió el cabello y me di cuenta que estoy atrapado en una burbuja en la que no pasa nada. ¿Voy a morir aquí? No quiero eso. No quiero seguir aquí donde nada pasa.
Sé que no puedo volar, no soy tan fantasioso, pero quiero ser tan libre como ese colibrí, que hace lo que quiere porque ha hecho lo que debe.

+--+

No le pregunté su nombre.

Tenía que salir de casa, tenía que salir de ahí costara lo que costara y no le pregunté su nombre ni antes ni después de subir a su auto.

Caminé durante horas sin un rumbo fijo hasta que llegué a la carretera. Estaba perdido, con una mochila con pocas provisiones y tres cambios de ropa, a la mitad de la nada, sin saber a dónde ir y con el impulso latente de volver a casa para sentirme seguro. Estaba asustado, aterrado, y los autos pasaban a mi lado uno tras otro y de pronto ya no sabía qué rayos estaba haciendo ahí, preguntándome por qué me había ido si donde estaba tenía todo lo que necesitaba.

Entraba en pánico, comenzaba a marearme de cansancio cuando un auto se detuvo a mi lado y el hombre que conducía me preguntó por la ventanilla si necesitaba un aventón. No sé por qué le dije que sí y estaba sentado en el asiento de copiloto antes de darme cuenta. Quizá su sonrisa agradable me hizo pensar que me llevaría a casa. Con mi mamá. Después recordé que no, yo ya no tenía nada de eso; ni casa, ni mamá.

No estaba escuchando lo que el hombre me decía, hablaba y hablaba sin parar y yo asentía de cuando en cuando mientras miraba por la ventana. No estaba escuchando nada de lo que me decía hasta que se quedó momentáneamente en silencio y puso su mano sobre mi rodilla. Yo sabía lo que él quería. Lo sabía porque su mirada era la misma de aquel hombre que mamá llevó a casa y su tacto el mismo de Andreas cuando se sentaba a mi lado a ver la televisión y me besaba el cuello. Supuse que querría algo a cambio por el aventón y lo miré por un par de minutos cuando se quedó callado y me acariciaba con pequeños apretones el muslo. Miré su cara de perfil y su expresión de idiota perverso, como temiendo en realidad aunque ya se había atrevido a violar mi espacio personal.

¿Qué era yo? Sólo un niño de quince años que había huido de casa por segunda vez, como si simplemente fuera un desagradecido inconforme. ¿Por qué había huido de casa? Miré por la ventanilla, las imágenes rápidas de la carretera y recordé al colibrí, tan él, tan libre… yo quería ser libre.
Quería librarme de toda mi mierda, de toda esa porquería a mi alrededor. Quería libertad, olvidar que tenía pasado y, como el colibrí, no retroceder más de lo necesario. Quería seguir, pese a todo quería seguir y me dolió el pecho saberlo, como si me hubiesen estrujado el corazón.

Tampoco le dije mi nombre yo a él cuando detuvo el auto y tamborileó los dedos en el volante, ansioso; tan sólo suspiré profundo antes de ponerme a horcajadas sobre sus piernas. No podía perder más mi tiempo con su nerviosismo.
No hicimos más que restregarnos hasta que se corrió, jadeando como cerdo y aferrándose con excesiva fuerza a mis muslos, golpeando mi espalda contra el volante y su cabeza sobre mi pecho.

Cuando me bajé del auto estaba ya dentro de algún poblado a la mitad de no sabía dónde. El hombre me sonrió y puso treinta euros en mi mano antes de arrancar y desaparecer. Yo no quería su dinero, pero tenía hambre y sueño y la comida no era gratis.
Lo que quedaba de la madrugada lo dormí entre los matorrales de un parque. 

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